domingo, 9 de agosto de 2009

El actor


Hoy perdida en medio de Misselthwaite choque con la puerta de la habitación de mi abuela, ya vacia de todos modos entré y en ella contemplé la siguiente imagen:

“Una especie de procesión se nos aproximaba. La luz provenía de las personas de ese cortejo. En primer lugar venían espíritus brillantes, no los espíritus de hombres, que bailaban y esparcían flores que caían sin sonido, flores ligeras, aunque según los estándares del mundo fantasmal cada pétalo debía pesar una tonelada y su caída sería semejante al precipitarse violento de las rocas. Entonces, a izquierda y derecha de la avenida de la selva, aparecieron formas juveniles, niños a un lado y niñas al otro. Si pudiera recordar su canto y anotar la música, nadie

que escuchara esa partitura volvería a enfermarse ni envejecería. Entre ellos iban músicos, y detrás una señora en honor de la cual todo esto se realizaba.

Ahora no consigo recordar si iba desnuda o vestida. Si iba desnuda, entonces debió ser la casi visible penumbra de su amabilidad y alegría lo que en la memoria me produce la ilusión de un grande y feliz séquito que la acompañaba por el gozoso césped. Si iba vestida, entonces la ilusión de desnudez se debe sin duda a la claridad con que su espíritu interior resplandecía a través de las vestiduras. Porque la ropa no es un disfraz en estas regiones: el cuerpo espiritual vive en cada hilo y lo torna órgano viviente. El

atuendo o la corona son allí sólo un rasgo más, como los labios o los ojos.

Pero he olvidado. Y sólo en parte recuerdo la insoportable belleza de su rostro.

—¿Acaso es?... ¿Es?... —le susurré a mi guía.

—De ningún modo —dijo—. Es alguien de quien nunca habías oído nada. Su nombre en la tierra era Sara Smith y vivía en Golden Green.

—Parece ser... bueno, una persona de gran importancia.

—Sí. Es una de las grandes. Ya ha oído que la fama en este país y la fama de la tierra son dos cosas completamente distintas.

—¿Y quiénes son esas personas gigantescas? ¡Mire! Parecen esmeraldas... ¿Las que danzan y arrojan flores a su paso?

—¿No ha leído a Milton? Mil ángeles de verde la servían.

¿Y esos jóvenes y esas jóvenes a cada lado?

—Son sus hijos y sus hijas.

—Debió tener una familia muy numerosa, señor.

—Cada joven o niño que la conocía se transformaba en hijo suyo... aunque sólo fuera el niño que le traía la carne por la puerta de servicio. Cada niña que la encontraba era su hija.

—¿Y esto no era un tanto duro para los padres?

—No. Existen los que roban los hijos de otros. Pero su maternidad era de otra especie. Aquellos sobre los que recaía regresaban a sus padres naturales y los amaban más. Muy pocos hombres la miraron sin convertirse, en cierto sentido, en sus amantes. Pero era la clase de amor que los volvía no menos leales, si no más, a sus esposas.

—¿Y cómo?... ¡pero, caramba! ¿Qué son esos animales? Un gato... dos gatos... docenas de gatos. Y todos esos perros... no alcanzo a contarlos. Y los pájaros. Y los caballos.

—Son sus bestias.

—¿Tenía un zoológico? Esto me parece mucho.

—Cada bestia y pájaro que se le acercaba tenía sitio en su amor. En ella se hacían ellos mismos. Y ahora la abundancia de vida que tiene en Cristo desde el Padre fluye hacia ellos.

Miré, asombrado, a mi maestro.

—Sí —me dijo—, es como cuando lanzas una piedra al agua y las ondas concéntricas se van expandiendo más y más. ¿Quién sabe dónde terminarán? La humanidad redimida aún es joven, apenas se acerca a su plena fortaleza. Pero ya hay alegría bastante en el dedo meñique de un gran santo, como en aquella señora, para despertar todas las cosas muertas del universo hacia la vida.

Mientras hablaba, la señora continuaba avanzando sin pausa hacia nosotros; pero no nos miraba. Seguí la dirección de su mirada y vi un fantasma de curiosa forma, que se acercaba. O más bien dos fantasmas: un gran fantasma alto, horriblemente flaco y tembloroso, que parecía arrastrar encadenado a otro no mayor que un mono.

El fantasma alto llevaba un sombrero negro, suave, y algo en él me recordaba alguna cosa que la memoria no conseguía precisar.

Entonces llegó a pocos metros de la señora y extendió una mano abierta, flaca y vacilante, se la llevó al pecho con los dedos muy abiertos y exclamó con voz de huecas resonancias: "¡Por fin!" De inmediato caí en la cuenta de lo que estaba recordando. Era como un andrajoso actor de la vieja escuela.

—¡Querido! ¡Por fin! —dijo la señora.

"Cielos", pensé yo, "seguro que no puede..." Y entonces advertí dos cosas.- En primer lugar, noté que el fantasma pequeño no era arrastrado por el grande. Era esa figura enana la que sostenía la cadena en la mano y la figura teatral la que llevaba el collar al cuello. En segundo lugar, advertí que la señora miraba al enano fantasma. Parecía creer que era el enano quien se había dirigido a ella, o bien deliberadamente fingía ignorar al otro. Volvía los ojos hacia el pobre enano. El amor no sólo fluía de sus ojos sino de todos sus miembros como si fuera un líquido en que acabara de bañarse. Entonces, para

desconcierto mío, se acercó aún más. Se inclinó y besó al enano. Me hizo estremecer verla en contacto tan próximo a esa cosa fría, húmeda, encogida. Pero ella no temblaba.

—Frank —dijo—, antes que nada, perdóname. Por todo lo malo que hice, y por todo lo bueno que no hice desde la primera vez que nos conocimos. Te pido perdón.

Miré entonces por primera vez al enano. O quizás fue más visible después de ese beso. Apenas se podía vislumbrar el rostro que debió tener cuando fue humano: una cara pequeña, oval, pecosa, de barbilla débil con el tenue rastro de un fracasado bigote. La miró como de paso, no directamente. Estaba observando al trágico, de soslayo. Entonces tiró de la cadena, y fue el trágico, no él, quien respondió a la señora.

—Estamos, estamos —dijo el trágico—. No diremos más. Todos cometemos errores.

Con esas palabras, los rasgos se le distorsionaron de manera lúgubre con lo que quiso ser, me parece, una sonrisa.

—No diremos más —continuó—. No estoy pensando en mí. Pienso en ti. No los he podido apartar de mi mente estos años. Tu recuerdo... tú sola aquí, sufriendo por mí.

—Pero ahora —le dijo la señora al enano— puedes dejar a un lado todo eso. No vuelvas a pensar así. Todo ha terminado.

Su belleza resplandecía tanto que casi no podía ver nada más. Bajo la suave compulsión, el enano la miró verdaderamente por primera vez. Por un segundo me pareció que cobraba aspecto más humano. Abrió la boca. Iba a hablar él mismo esta vez. ¡Pero qué

desilusión con sus palabras!

—¿Me has echado de menos? —croaba esa voz pequeña, arrastrada.

Pero ni siquiera entonces se sorprendió ella. El amor y la cortesía continuaban fluyendo.

—Querido, eso lo entenderás muy pronto —dijo—, pero ahora...

Lo que sucedió en seguida me dejó atónito. El enano y el trágico hablaron al unísono; pero no a ella, sino uno al otro.

—Habrás notado —se advirtieron— que no ha contestado nuestra pregunta.

Me di cuenta entonces de que ambos eran una misma persona, o más bien de que eran los restos de lo que alguna vez fue una sola persona. El enano volvió a agitar la cadena.

—¿Me echaste de menos? —le dijo el trágico a la señora, con un horrible temblor teatral en la voz.

—Querido amigo —respondió la señora, siempre atenta exclusivamente al enano—, puedes estar feliz con eso y con todo lo demás. Olvídalo todo para siempre.

Y de verdad, por un instante, creí que el enano la iba a obedecer; en parte porque los rasgos de su rostro se aclararon un tanto y en parte porque esa invitación a la plena alegría, que cantaba en todo el ser de la mujer como el canto de los pájaros en una tarde de abril, me parecía de tal envergadura que ninguna creatura podría resistirla.

Entonces el enano vaciló. Y una vez más habló al unísono con su cómplice.

—Por cierto que sería muy discreto y magnánimo no tocar más el punto —se dijeron el uno al otro—. ¿Pero podremos tener la seguridad de que se dará cuenta? Lo hemos hecho en otras ocasiones. Hubo un tiempo en que la dejamos utilizar la última estampilla que quedaba en casa para que le escribiera a su madre y ella no dijo nada aunque sabía muy bien que nosotros queríamos escribir esa carta. Creímos que lo recordaría y que recordaría lo desprendidos que habíamos sido. Pero nunca lo hizo. Y hubo un tiempo... ¡oh, pero si fueron tantas veces!

Así que el enano sacudió la cadena y...

—No lo puedo perdonar —gritó el trágico—. Y no lo voy a perdonar. Podría perdonarlos a todos por lo que me han hecho. Si no fuera por tus sufrimientos...

—¿Pero no comprendes? —dijo la señora—. Aquí no hay sufrimientos.

—¿Me estás diciendo —respondió el enano como si la nueva idea le hiciera olvidar por un instante al trágico—, me estás diciendo que aquí has sido feliz?

—¿No querían que lo fuera? Pero no importa. Quiéranlo ahora. O no piensen más en eso.

El enano parpadeó. Se podía notar que una idea silenciosa estaba tratando de penetrar en esa pequeña cabeza. Se podía notar, incluso, que sentía cierta dulzura en ello. Por un instante pareció soltar la cadena; pero, como si se tratara de su tabla de salvación, volvió a aferrarse a ella.

—Mira —dijo el trágico—. Tenemos que encarar esto. Utilizaba entonces el tono masculino del convencimiento; el que se utiliza para que las mujeres recuperen la sensatez.

—Querido —le replicó la señora al enano—, no hay nada que encarar. Tú no quieres que yo haya sufrido por el gusto de sufrir. Sólo crees que debería haberlo hecho por amor a ti. Pero si sólo esperas un poco verás que eso no es así.

—¡Amor! —exclamó el trágico, golpeándose la frente con la palma; y continuó en tono más grave—: ¿Pero conoces el significado de esa palabra?

—¿Cómo podría no conocerlo? Estoy enamorada. Enamorada, ¿comprendes? Sí, ahora amo de verdad.

—Es decir —dijo el trágico—, es decir que no me amabas verdaderamente en los viejos tiempos.

—Sólo de una manera muy pobre —contestó ella—. Te he pedido que me perdones. Había algo de amor verdadero en todo eso. Pero lo que allá abajo llamábamos amor era sobre todo el deseo afanoso de ser amados. Te amaba entonces especialmente por el amor mismo; porque te necesitaba.

—¡Y ahora ya no me necesitas! —dijo el trágico con un gesto aprendido de desesperación.

—¡Pero por supuesto que no! —exclamó la señora. Su sonrisa me hizo preguntarme cómo era posible que los dos fantasmas se las arreglaran para no llorar de alegría.

—¿Qué necesidades podría tener, ahora que lo tengo todo? — dijo ella—. Estoy llena ahora, no vacía. Estoy enamorada de El, no estoy sola. Soy fuerte, no débil. Tú puedes estar igual. Ven y verás. No nos necesitaremos mutuamente ahora, podemos empezar a amar de verdad.

Pero el trágico seguía representando.

—Ya no me necesita más, nunca más —decía en tono entrecortado, sin dirigirse a nadie en particular—. Ojalá Dios hubiera permitido que muriera a mis pies y no tuviera que escuchar estas palabras. Muerta a mis pies. Muerta a mis pies. No sé cuánto tiempo pretendía esa creatura continuar repitiendo esa frase. La señora interrumpió la letanía.

—¡Frank! ¡Frank! —gritó con una voz que hizo girar a todo el bosque—. Mírame. Mírame bien. ¿Qué estás haciendo con ese enorme muñeco feo? Suelta esa cadena. Déjala. Es a ti a quien quiero. ¿No te das cuenta de lo tonto que es seguir hablando? El contento le bailaba en los ojos. Compartía una broma con el enano, por sobre la cabeza del trágico. Algo no muy distinto de una sonrisa se manifestó en el rostro del enano. Porque la estaba mirando ahora. La mirada de ella le estaba atravesando las defensas.

Luchaba por alejarse, pero ya con poco éxito. Estaba creciendo incluso, un poco, contra su voluntad.

—Oh, tremendo ganso —le dijo ella—. ¿Qué puede haber de bueno con seguir hablando así en este lugar? Sabes tan bien como yo que me viste muerta hace años. No a tus pies, por cierto, sino en la cama de una clínica. Una muy buena clínica, por lo demás. ¡La matrona no habría soñado con dejar cuerpos tirados en el suelo! Es ridículo que ese muñeco trate de impresionar aquí a alguien con la muerte. No puede resultar.

No sé si alguna vez vi algo más terrible que la lucha de ese enano fantasma contra la alegría. Porque casi estaba superado. En algún lugar, hace años incalculables, debió haber en él algún rasgo de humor y de razón. Por un momento, mientras ella lo miraba con tanto amor y tanta gracia, percibió lo absurdo del trágico. Por un momento comprendió muy bien su risa: también debió saber alguna vez que no hay gente más absurda que los amantes. Pero la luz que le llegaba lo alcanzaba contra su voluntad. No era el encuentro que había previsto. No lo iba a aceptar. Una vez más se aferró a su tabla

de salvación. Y habló el trágico.

—¡Te atreves a burlarte! —rugió—. ¿Y en mi cara? Esta es mi recompensa. Muy bien. Es una suerte que no te importe mi destino. De otro modo sentirías mucho estar enviándome otra vez de vuelta al infierno. ¿Qué? ¿Crees que estoy allí ahora? Gracias. Creo que siempre he sido rápido para darme cuenta de dónde no me quieren. De dónde "no me necesitan" es la expresión correcta, si no recuerdo mal.

Desde ese instante el enano no volvió a hablar. Pero la señora siguió hablándole.

—Querido, nadie te está enviando de regreso. Aquí está toda la alegría. Todo te pide que te quedes.

Pero el enano se encogía con cada palabra suya.

—Sí —dijo el trágico—. Lo mismo le ofrecerías a un perro. Sucede que aún me queda algo de autoestima y me doy cuenta de que el hecho de que me vaya no te afectará en lo más mínimo. No te importa nada que vuelva al frío y a esas calles tristes, solitarias, solitarias...

—No, no, Frank —dijo la señora—. No lo dejes hablar así. Pero el enano estaba ahora tan pequeño que ella debió arrodillarse para hablarle. El trágico cogió esas palabras con la misma codicia que un perro coge un hueso.

—¡Ah, no puedes soportar oír eso! —gritó, en tono de triunfo, miserable—. Ese fue siempre el modo. Tenías que ser acogida. Las cosas tristes había que mantenerlas lejos de ti. ¡Y crees que vas a ser feliz sin mí, olvidándome! Ni siquiera deseas escuchar algo de mis sufrimientos. Dijiste que no. Que no te lo dijeran. Que no te hicieran sufrir. Que no interrumpan tu acolchado cielo. Y ésta es la recompensa...

Se inclinó aún más para hablarle al enano, que ya no era más alto que un gatito y se mantenía aferrado a la cadena con las manos en el aire.

—Eso no es lo que dije, no —respondió—. Quería decir que dejaras de actuar. No sirve de nada. Eso te está matando. Deja esa cadena. Incluso ahora.

—Actuar —aulló el trágico—. ¿Qué quieres decir?

El enano era ahora tan pequeño que no lo alcanzaba a distinguir de los eslabones de los cuales colgaba. Y por primera vez no estoy seguro de si la señora se dirigía ahora al enano o al trágico.

—Rápido —decía—, todavía hay tiempo. Deja eso. Déjalo de inmediato.

—¿Dejar qué?

—Deja de usar la piedad, la piedad de los demás, equivocadamente. Todos lo hemos hecho alguna vez en la tierra, lo sabes. La piedad es para estimular la alegría para que ayude, consuele, al dolor. Pero se la puede utilizar en sentido contrario. Se la puede utilizar para una especie de chantaje. Los que optan por el dolor pueden retener de rehén a la alegría, a cambio de piedad. Ya ves que sé lo que digo. Lo hacías hasta cuando niño. En lugar de pedir disculpas, te ibas a la azotea y te escondías a sufrir solo...

porque sabías que tarde o temprano alguna de tus hermanas iría allí a decirte "no soporto que estés aquí solo, llorando". Usabas la piedad para chantajearlas, y ellas, al fin, se rendían. Y más adelante, cuando nos casamos... oh, pero no importa, si sólo pudieras dejar de...

—Y eso —dijo el trágico—, eso es todo lo que has logrado aprender de mí en todos esos años.

No sé qué había sido del enano. Quizás se había subido a la cadena como un insecto, quizás la cadena lo había absorbido.

—No, Frank, aquí no —dijo la señora—. Escucha a la razón. ¿Crees que la alegría fue creada para vivir siempre bajo esa amenaza? ¿Siempre indefensa contra los que prefieren sufrir antes que ver contrariada su voluntad? Porque fue un verdadero dolor.

Ahora lo sé. Verdaderamente te destrozaste. Y todavía lo puedes hacer. Pero ya no puedes comunicar tus propios destrozos interiores. Todo empieza a ser cada vez más lo que es y nada más que lo que es. Aquí hay alegría que no puede ser quebrantada. Nuestra luz se puede tragar tu oscuridad; pero tu oscuridad no puede afectar nuestra luz.

No, no, no. Ven con nosotros. No iremos a ti. ¿De verdad has creído que el amor y la alegría podrían estar siempre a la merced del mal talante y de los suspiros? ¿No sabes que son más poderosos que sus contrarios?

—¿El amor? ¿Cómo te atreves a usar esa palabra sagrada? —dijo el trágico.

En ese momento recogió la cadena, que por unos instantes colgaba inútil a su lado, y de algún modo se las arregló con ella. No estoy muy seguro, pero me parece que se la tragó. Entonces, por primera vez, fue claro que la señora lo vio y se dirigió exclusivamente a él.

—¿Dónde está Frank? —dijo—. ¿Y quién es usted, señor? Nunca lo conocí. Quizás sea mejor que se marche. O que se quede, si así lo prefiere. Si le sirviera de ayuda y si fuera posible bajaría con usted al infierno; pero usted no puede traerme el infierno a mí.

—Tú no me amas —agregó el trágico, con una voz de murciélago.

Ahora era muy difícil verlo.

—No puedo amar una mentira —dijo la señora—. No puedo amar a la cosa que no es. Estoy en el amor y no saldré de él. No hubo respuesta. El trágico se había desvanecido en el aire. La señora estaba sola en ese lugar boscoso y un pájaro marrón pasó caminando a su lado, doblando con sus pies ligeros las hierbas que yo no podía doblar.

La señora se irguió y empezó a retirarse. Los otros espíritus brillantes se adelantaron a recibirla, cantando mientras avanzaban:

La Feliz Trinidad es su hogar; nada puede turbar su alegría.

Es el pájaro que elude toda trampa, el ciervo salvaje que salta

toda grieta. Como la gallina que cuida sus polluelos o como el

escudo al brazo del caballero: así es el Señor para su mente, en Su

inalterable lucidez.

No hay fantasmas que la atemoricen en la oscuridad; las balas

no la asustan durante el día.

Las falsedades disfrazadas de verdad la asaltan en vano: ve a

través de la mentira como si ésta fuera de vidrio.

El germen invisible no podrá dañarla: ni tampoco la violencia

radiante del sol. Mil no bastan para resolver el problema, diez mil

escogen el camino equivocado: pero ella lo supera fácilmente.

Destaca dioses inmortales para que la atiendan: en cada ruta

que deba recorrer.

Le llevan puentes a los lugares difíciles: no se dañará los pies

en la oscuridad.

Puede que camine entre leones y serpientes; entre dinosaurios y

crías de leonas.

El la llena con la inmensidad de la vida: él la guía a ver el

deseo del mundo.”Cuando paso la visión mi abuela me miró y me preguntó: -¿Haz comprendido la lección?
-Sí Omma- respondí
El que tenga ojos para ver que vea la lección de amor que hay aquí.

7 comentarios:

Mary Lennox dijo...

C.S. Lewis El gran Divorcio un sueño, Editorial Andrés Bello, Santiago de Chile, 1995, pp99-111

Daisy dijo...

Mary: ¡qué terrible la soberbia...! Por querer ser más sí mismo, el hombre olvida que la fuente de todo ser es Otro, el Que Es... Entonces, para ser uno debe renunciar en cierto modo a su propio ser, que vacío del ser de verdad, no es más que no-ser y mentira. La paradoja de que quien ama su vida la perderá... ¡Qué bien lo retrata Lewis! ¡Gracias, Mary! Aunque a lo que apuntabas era a la lección de amor de Sara, pero ese es otro paso.

Natalio: le debo una respuesta, y no me olvido, es que me debo sentar y detenerme a pensar intentando no "ahogarme" en la cuestión, jaja. Mientras tanto, gracias por su respuesta.

Mary Lennox dijo...

¡Uhm! Soberbia... no me parece que el hombre en cuestión padezca de ella, sino más bien de avaricia y por ende de egoismo. No pensar en el otro como persona, y amarlo como tal, sino amarlo por uno, y para uno. Aquí el tragico no ama su vida aunque se produzca de alguna forma la misma paradoja, si no que ama su Sara y quiere que Sara lo necesite tanto que él mismo deja de existir, y no sólo eso junto con sí mismo desaparece la posibilidad de Amor a Dios y de un real amor a Sara. No no es sobervia sino avaricia, así es que lo que padece este hombre nos amor sino Hambre.
Saludos
Mary

Mary Lennox dijo...

Para aclarar un poco más cito a Edith Stein:
"Chi è tutto proteso a conquistare e conservare, perde. Chi dona a Dio conquista."
Quien está dispuesto totalmente a conquistar y conservar pierde. Quien dona a Dios conquista.
Mary
P.S.:Se aceptan correcciones

Juancho dijo...

Mary Lennox:

Llegué a su blog a través de Wanderer.

Quiero decirle que es muy grata su presencia femenina, delicada, sutil, humilde, en este universo masculino de los blogs del perfil de Wanderer, Crux & Gladius, etc... (¿queda mal si le ponemos "católicos tradicionalistas"?)

Le puedo pedir que me explique la parábola? La leí un par de veces pero sin entenderla.

La mujer es la alegría? El trágico es la muerte y el mono el demonio?

Son imágenes muy bellas, pero no llego a entenderlas.

Agradecido,

Juancho.

Mary Lennox dijo...

Juancho:
Muchas gracias y me alegro que le guste el Jardin, es bienvenido siempre que usted quiera venir.
No se si llamaria Tradicionalista a Wanderer o al Jardín, me gusta más el nombre Católico a secas, pero esa es una cuestión de nombres y lo que llevan detras, que da para rato y otro momento.
Paso a explicar el caso del actor trágico. Primero como puse no es una parábola o sea es una caso directo de una persona que ha amado de modo egoista a otra en vida, por un lado, y que se ha creado una imagen de sí misma, por el otro, para poder mediante esa imagen interactuar con el mundo y así manipularlo a su antojo. Sara es su amada, que al perderla le causó una gran gran tristeza y aún un desdoblamiento mayor de su personalidad, dado que su personaje manipulaba a los otros por la culpa y la condolencia de los otros hacia el. Sara en cambio ya ha llegado a Dios y ha aprendido a amar realmente a su marido y es totalmente ella misma justamente porque ha aprendido a amar en Dios, no para ella. El hombre en frente a su amada ya no puede quererla porque ya no es suya, no puede manipularla mediante el tragico porque ella lo ha superado, pero a la vez el tragico se convierte en la misma barrera por lo cual el no puede recibir ese amor para luego darlo, tal es así que termina absorbiéndolo.
Esto es todo lo que se me ocurre para explicar, el unico caso de un tentador en esta novela de Lewis es el caso del hombre con la lagartija al hombro que le susurraba y aún así era parte de sí mismo, pues eran sus pasiones.
Me parece que aquí Lewis está haciendo más incapie en la persona caída por distintos motivos y no tanto en la tentación como si lo ha hecho en otros libros, aparte no creo que los demonios quisieran siquiera aparecer en aquella llanura preanuncio del cielo.
Atentamente
Mary

Juancho dijo...

Mary:

Muchas gracias por la explicación, ahora queda todo más claro. Había intentado entenderlo más por el lado de las imágenes y signos...

Es verdad que es mejor "católicos" a secas, porque decir católico y tradicional (o tradicionalista) es redundante. Todo católico debería serlo.

Hasta la próxima.

Juancho.