viernes, 6 de marzo de 2009

Jo conoce a Apolo





Hoy caminando un poco apesandumbrada por las calles eternas, de larga lluvia gris, terminaron mis pies en la misa que estaba lista para aliviar mi ánimo azul. Allí me encontré con un Evangelio que hablaba de perdón. Y pensé en todas y cada una de las veces que me equivoco y rogue que me perdonaran, y a la vez recordé las cosas malas y rogué para poder perdonarlas. Entonces me vino a la mente de Mujercitas el siguiente episodio:



"El pelo rubio de la reina de las hadas le recordó a Amy, y en los entreactos no podía dejar de pensar qué haría su hermana para hacerle "sentir" lo ocurrido. Ella y Amy habían tenido en el curso de sus vidas muchas peleítas, porque ambas poseían carácter fuerte y se enojaban con facilidad, aunque luego se avergonzaban de su proceder. Aunque era mayor, a Jo le era más difícil dominarse y poner freno a su carácter ardiente. Su enojo nunca duraba largo tiempo, y después de confesar su falta se arrepentía sinceramente, y procuraba corregirse. Sus hermanas decían que les gustaba ver a Jo enfadada, porque después era un verdadero ángel. La pobre Jo trataba desesperadamente de ser buena, pero su enemigo interior estaba siempre listo para inflamarse y vencerla, y necesitó años de esfuerzos pacientes para dominarlo. Cuando llegaron a casa encontraron a Amy leyendo en la sala. Ella adoptó aires de ofendida al entrar las hermanas, sin levantar los ojos de su libro ni hacer una pregunta. Quizá la curiosidad hubiese vencido el resentimiento si Beth hubiera estado allí para hacer preguntas y obtener una descripción brillante de la pieza. Al quitarse el sombrero Jo echó una mirada a la cómoda, porque en su última riña Amy había desahogado su rabia volcando el cajón de Jo sobre el suelo. Pero todo estaba en su sitio, y después de echar una rápida mirada a sus varios cajones y bolsos, Jo dedujo que Amy había olvidado y perdonado las ofensas. En eso se engañó, porque al día siguiente hizo un descubrimiento que levantó una borrasca. Hacia el atardecer, Meg, Beth y Amy estaban juntas, cuando Jo entró precipitadamente en el cuarto muy excitada y preguntó sin aliento:
-¿Quién ha quitado de su sitio mi libro de cuentos?
Meg y Beth contestaron al punto que ellas no lo habían tocado. Amy atizó el fuego y no dijo nada. Jo la vio ponerse colorada y se abalanzó sobre ella.
-¡Amy, tú lo tienes!
-No; no lo tengo.
-Entonces, sabes dónde está.
-No; no lo sé.
-¡Mentira! -gritó Jo, asiéndola por los hombros con una furia capaz de atemorizar a una niña mucho más valerosa que Amy.
-No lo sé. No lo tengo; no sé donde está ni me importa.
-Tú sabes algo de ello y será mejor que lo digas inmediatamente, si no quieres decirlo a la fuerza -y Jo la sacudió ligeramente.
-Sermonea cuanto quieras; no volverás a tener ese libro tonto -gritó Amy, excitándose también.
-¿Por qué no?
-Lo he quemado.
-¡Cómo! ¿Mi pequeño libro que mucho quería, y en el cual trabajaba tanto, con la intención de acabarlo antes de que papá vuelva? Lo has quemado, ¿verdad? -dijo Jo poniéndose muy pálida, mientras sus ojos llameaban y sus manos aferraban a Amy nerviosamente.
-Sí, lo quemé. Te dije que te haría pagar tu enojo de ayer, y lo he hecho, de modo que. .
Pero Amy no pudo acabar, porque Jo, dominada por su genio irascible, sacudió a Amy hasta hacerla temblar de pies a cabeza, mientras gritaba, llena de dolor y furia:
-¡Mala! ¡Mala! ¡No podré escribirlo de nuevo, y no te lo perdonaré en toda mi vida!
Meg corrió en socorro de Amy. Beth intentó calmar a Jo; pero ésta se hallaba fuera de sí, y dando una última bofetada a su hermana, salió del cuarto precipitadamente para refugiarse en la boardilla y acabar a solas su pelea.
Abajo se aclaró la borrasca cuando la señora March volvió, y después de escuchar lo sucedido, hizo comprender a Amy el daño que había hecho a su hermana. El libro de Jo era el orgullo de su corazón, y la familia lo consideraba como un ensayo literario que prometía mucho. Eran solamente seis pequeños cuentos de hadas, pero Jo los había compuesto con mucha paciencia, poniendo todo su corazón en aquel trabajo, con la esperanza de hacer algo que mereciera publicarse. Acababa de copiarlos cuidadosamente y había roto el borrador; de modo que la fogata de Amy había consumido el trabajo cariñoso de varios años. A los demás no les parecía muy importante, pero para Jo era una calamidad terrible, de la que no creía poder consolarse jamás. Beth lo lamentaba como si hubiera sido la muerte de un gatito y Meg rehusó defender a su favorita; la señora March parecía afligida, y Amy pensaba que nadie podría quererla hasta que no hubiese pedido perdón por el acto que ya lamentaba más que nadie.
Cuando tocó la campana para el té, Jo apareció tan severa e inabordable, que Amy tuvo que apelar a todo su valor para decirle humildemente:
-Perdóname lo que hice, Jo; lo siento muchísimo.
- ¡No te perdonaré jamás! -fue la fría respuesta de Jo, y a partir de ese momento ignoró a su hermana.
Nadie habló del asunto, ni aun su madre porque todas sabían por experiencia que cuando Jo estaba de mal humor, eran inútiles las palabras y lo mejor era esperar hasta que algún incidente propio de su carácter generoso quebrantase el resentimiento de Jo y todo se olvidara. No fue aquella una velada feliz; porque, aunque cosieron, como de
costumbre, mientras leía su madre en voz alta un buen libro, algo faltaba, y la dulce paz del hogar estaba interrumpida. Más aún lo sintieron cuando llegó la hora de cantar; porque Beth no pudo hacer más que tocar, Jo estaba muda como una ostra y Amy se echó a llorar, de modo que Meg y su madre cantaron solas, no sin desentonar, a pesar de sus mejores esfuerzos.
Al dar a Jo el acostumbrado beso de "buenas noches", su madre murmuró suavemente.
-Querida mía, no dejes que termine el día enojada. Perdónense ambas y empiecen de nuevo mañana.
Jo tenía ganas de apoyar la cabeza en aquel seno maternal y llorar hasta que pasasen su dolor y su ira; pero las lágrimas hubieran sido una debilidad femenina. Su resentimiento era tan profundo que no podía perdonar todavía. Sacudió la cabeza, contuvo el llanto y dijo hoscamente:
-Fue algo vil y no merece que la perdonen.
Dicho esto, se marchó a la cama y aquella noche no hubo charla ni confidencias.
(…)
“¡Todo el mundo está tan desagradable! ... Pediré a Laurie que me acompañe a patinar. El siempre es amable y está de buen humor; estoy segura de qué su compañía me dará ánimo”, dijo Jo para sí. Amy oyó el entrechoque de los patines y miró por la ventana, exclamando impacientemente:
-¡Bueno!, y me prometió que yo iría con ella la próxima vez; porque
éste es el último hielo que tendremos. Pero es inútil pedir a una cascarrabias que me lleve.
-No digas eso. Has sido muy mala, y es duro para ella perdonar la pérdida de su precioso librito; pero creo que lo hará si buscas su indulgencia en el momento propicio -dijo Meg -. Síguelos, y no digas nada hasta que Jo esté de buen humor; entonces aprovecha un momento tranquilo y dale un beso, o haz algo cariñoso, y estoy segura de que serán buenas amigas de nuevo.
-Lo intentaré -repuso Amy, que encontraba muy conveniente el consejo.
No estaba lejos el río, pero ambos estaban ya listos antes de que Amy los alcanzara. Jo la vio venir y le volvió la espalda. Laurie no la vio porque estaba patinando cuidadosamente a lo largo de la orilla, probando el hielo.
-Iré a la primera vuelta para ver si está firme antes de que empecemos a correr -oyó Amy que decía el muchacho, mientras salía disparando como un cosaco, con su chaqueta y gorro forrados de piel. Jo oyó a Amy sin aliento después de su carrera, golpeando el suelo y calentándose los dedos con el aliento, al tratar de ponerse los patines; pero Jo no se volvió, sino que continuó haciendo zigzags río abajo, encontrando cierta amarga satisfacción en los apuros de su hermana. Había alimentado tanto su enojo, que éste la dominaba por completo, como suele ocurrir con los malos pensamientos y sentimientos cuando no se expulsan al primer momento. Al doblar el recodo gritó Laurie:
-Sigue cerca de la orilla; no está seguro en el centro.
Jo lo oyó, pero Amy luchaba por levantarse y no pudo oír una palabra. Jo echó una ojeada a sus espaldas y el diablillo que había venido abrigando murmuró a su oído:
"No importa que no lo haya oído; que se cuide sola.” Laurie había desaparecido tras el recodo. Jo iba a dar la vuelta, y Amy, siguiéndolos a gran distancia, se dirigía hacia el hielo más liso a la mitad del río. Durante un minuto Jo se quedó quieta, con un sentimiento extraño en el corazón; después se decidió a seguir adelante; pero algo la detuvo y la hizo girar a tiempo para ver que Amy alzaba las manos y se hundía bajo el hielo roto, dando un grito, que le heló a Jo la sangre en las venas. Trató de llamar a Laurie, pero había perdido la voz; trató de correr, pero sus pies no podían moverse; por un instante se quedó paralizada y aterrada, con los ojos clavados en la pequeña capucha
azul encima del agua oscura. Alguien pasó a su lado a toda carrera, y la voz de Laurie gritó:
-Unas tablas de la valla. ¡Pronto, pronto!
Jamás supo cómo lo hizo; pero durante los pocos minutos que siguieron, trabajó como una poseída, obedeciendo ciegamente a Laurie, que conservó su serenidad, y tendiéndose boca abajo en el hielo sostuvo a Amy con sus brazos hasta que Jo hubo arrastrado un trozo de la empalizada, y juntos sacaron del agua a la niña, más espantada que lastimada.
-Ahora tenemos que llevarla a casa tan pronto como podamos. Cúbrela con nuestros abrigos mientras le quito estos malhadados patines -gritó Laurie, luchando con las correas, que nunca le habían parecido tan complicadas.
Tiritando, chorreando y llorando, Amy fue conducida a casa; y después de tanta agitación, se durmió envuelta en mantas, delante de un buen fuego. Durante todo este trajín Jo apenas había hablado; corría de un lado a otro pálida y desencajada, con el vestido rasgado y las manos cortadas y heridas por el hielo, los palos y las hebillas de las correas.
Cuando Amy se quedó cómodamente dormida y la casa estuvo tranquila, su madre, sentada al lado de la cama, llamó a Jo y comenzó a vendarle las manos heridas.
-¿Estás segura de que está bien? -murmuró Jo, mirando con remordimiento la cabellera dorada que pudo haberse perdido para siempre bajo el hielo traidor.
-Está bien, querida mía; no se ha herido, y creo que ni se resfriará; fueron muy prudentes en cubrirla bien y traerla pronto a casa -dijo su madre, muy animada.
-Laurie lo hizo todo; yo no hice más que dejarla sola. Mamá, si ella muriera yo tendría la culpa -y Jo cayó al lado de la cama deshecha en llanto, relatando todo lo que había sucedido, condenando su rudeza de corazón y expresando con sus lágrimas la gratitud por haber escapado del duro castigo que podía haber caído sobre ella -. ¡Es mi mal genio! Trato de corregirlo; creo que lo he logrado, y entonces surge peor que antes. ¡Oh, mamá!, ¿qué puedo hacer? -gritó la pobre Jo desesperada.
-Vela y ora, querida mía; no te canses de intentarlo y nunca pienses que es imposible vencer tu defecto -dijo la señora March, atrayendo a su hombro la cabeza desordenada y besando las mejillas húmedas con tanta ternura que Jo lloró más que nunca."



Oremos y velemos para que en nuestro corazón siempre haya misericordia, para que no juzguemos (tengo una nueva amiga que me está haciendo ver cuantas veces juzgo mal, o pienso mal por un mal espíritu crítico) y para que presto perdonemos al arrepentido y a nosotros mismos. Para que en esta cuaresma reine el Amor en nuestros corazones.



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